Sobre las dotes de María, sólo buscando mucho, e incluso así, no hallaríamos más de lo
que legítimamente cabe esperar de quien no ha cumplido siquiera los dieciséis años y,
aunque mujer casada, no pasa de ser una muchacha frágil, cuatro reales de mujer, por
así decir, que tampoco en aquel tiempo, y siendo otros los dineros, faltaban estas
monedas.
Pese a su débil figura, María trabaja como las otras mujeres, cardando, hilando
y tejiendo las ropas de casa, cociendo todos los santos días el pan de la familia en el
horno doméstico, bajando a la fuente para acarrear el agua, luego cuesta arriba, por los
caminos empinados, con un gran cántaro en la cabeza y un barreño apoyado en la
cintura, yendo después, al caer la tarde, por esos caminos y descampados del Señor, a
apañar chascas y rapar rastrojos, llevando además un cesto en el que recogerá bosta seca
del ganado y también esos cardos y espinos que abundan en las laderas de los cerros de
Nazaret, de lo mejor que Dios fue capaz de inventar para encender la lumbre y trenzar
una corona. Todo este arsenal reunido daría una carga más apropiada para ser
transportada a casa a lomo de burro, de no darse la poderosa circunstancia de que la
bestia está adscrita al servicio de José y al transporte de los tablones. Descalza va María a
la fuente, descalza va al campo, con sus vestidos pobres que se gastan y ensucian más en
el trabajo y que hay que remendar y lavar una y otra vez, para el marido son los paños
nuevos y los cuidados mayores, mujeres de éstas con cualquier cosa se conforman.
María va a la sinagoga, entra por la puerta lateral que la ley impone a las mujeres, y si, es
un decir, se encuentra allí con treinta compañeras, o incluso con todas las mujeres de
Nazaret, o con toda la población femenina de Galilea, aun así tendrán que esperar a que
lleguen al menos diez hombres para que el servicio del culto, en el que sólo como pasivas
asistentes participarán, pueda celebrarse. Al contrario de José, su marido, María no es
piadosa ni justa, pero no tiene ella la culpa de estas quiebras morales, la culpa no es de
la lengua que habla, sino de los hombres que la inventaron, pues en ella las palabras
justo y piadoso, simplemente, no tienen femenino.
José Saramago, Evangelio segun Jesucristo
Óleo y pirograbado sobre madera.